Rafael Andolz fue uno de los grandes divulgadores de la cultura aragonesa en general y de la pirenaica en particular. Su diccionario de Aragonés – castellano, que ya va camino de los 40 años, es una obra imprescindible para la filología aragonesa, lo mismo que sus Leyendas del Pirineo, lo es para la antropología. Varios de sus libros ocupan un lugar privilegiado en mi estantería pero hacia tiempo que quería conseguir esa novela de sugerente título: Fanlo, novela de los pueblos abandonados del Pirineo, Ed. Pirineo, 1996.
Lo primero que llama la atención al pasar sus hojas es el hecho de que el texto se inicia con un primer capítulo en aragonés, aunque posteriormente aparece su traducción. En el resto de los capítulos el aragonés se conjuga con el castellano y progresivamente este se va haciendo dominante y empiezan a aparecer anglicismos incorporados al lenguaje actual (top-less, sport, zapping, modem, VIP, etc.) Esta transición lingüística es una metáfora de la transición social que refleja el libro: el transito de una sociedad tradicional con una economía de montaña, a una sociedad consumista postindustrial. La transición queda testimoniada en la vida de Toné, el protagonista. Estamos ante una biografía de uno de tantos habitantes que pasó su niñez en la montaña y terminó emigrando a la ciudad, como expresaba el propio Andolz “una generación eslabón a horcajadas de una cultura rural de siglos y otra postindustrial".
Ahi radica el interés del libro, en su universalidad dentro de su particularismo. Porque la biografía de Toné podría ser la biografía de cualquier habitante de pueblo, porque las circunstancias de sufrieron los vecinos de Fanlo, la sufrieron los vecinos de Purujosa o los habitantes de Griegos. Comenzaremos con los recuerdos de las veladas junto a la cadiera, donde no había televisión ni luz, pero la familia se reunía en torno al fuego. Allí se hacía casa, se hacía hogar y se continuaba con la tradición oral como se había hecho siempre. El recuerdo de la matazia, uno de los acontecimientos más importantes del año, lo mismo que la noche de difuntos, cuando los zagales estaban en vela toda la noche para hacer sonar las campanas de la Iglesia.
Entre recuerdos van pasando los años y Toné rememora el momento en que se trasladó a Huesca, aquellas casas altas, donde vivían varias familias, sin corral y sin animales, pero con luz eléctrica frente al candil, agua saliendo de los grifos en vez de tener que ir a llenar los cantaros y sobre todo, retretes. En Purujosa, como en todos los pueblos, escaseaban los retretes, todavía se conserva en el zaguán de la Iglesia el “retrete del obispo”, reservado para los párrocos en los días de fiestas. Luego Toné entendió las causas que motivaron que los montañeses se bajaran al llano: “Los tractores suplían a las caballerías, las cosechadoras a los viejos trillos […] los pastores se hicieron peones de albañil, los carboneros ayudantes de fresador” y “para encontrar un montañés había que buscarlo en Barcelona, Zaragoza o Huesca”. Por ello, “cada polo de desarrollo se traducía en centenares de polos de miseria”, pueblos que se despoblaban para que ciudades pudieran crecer.
Toné entiende que “nunca se había exigido a una generación la capacidad de adaptación y evolución que se pedía a la suya: había recorrido docenas de siglos en una sola vida. Había pasado a velocidad vertiginosa del candil de aceite a la televisión, del asno al avión, del arado […] idéntico al que describía Virgilio, a la cosechadora […] del ábaco al ordenador, del pico y pala a la excavadora, del asomarse tímidamente al valle vecino, montados en una burra, hasta los viajes espaciales”
Tomando prestadas las palabras del propio autor, se entiende el significado de esta pequeña gran obra: Un testimonio particular de un éxodo rural que fue global, narrado a través de los ojos y la vida de Toné. Una lectura muy sugerente.
Hace 5 horas
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