Como cada domingo, me dispuse a leer la sección “Aragón de leyenda” que escribe Alberto Serrano Dolader, en el suplemento de Heraldo. Si habitualmente constituye una de mis lecturas más sugerentes de la semana, en esta ocasión lo fue con más motivo. El propio titulo ya despertó mi interés: Viento del Moncayo.
En el artículo, Alberto recopila multitud de fuentes referentes a los terribles vientos que se originan en la montaña. Mediante un profundo trabajo eurístico, el autor nos lleva de los textos de Becquer a los de Antón Castro, pasando como no, por la tradición oral de los pueblos que rodean la montaña. Entre sus informantes,el pastor Benito Gomara le habló del viento cobijado en las Peñas de Herrera. Aunque hace años que no lo he visto, siempre que miro a la Muela de Añón, se que Benito estará con su ganado en algún barranco de la otra vertiente. Yo también he tenido el placer de conversar con él y hasta le hemos oído cantar buenas jotas por las calles de Purujosa.
Precisamente, en cuanto comprendí la temática del artículo me pregunté si nombraría Purujosa porque aquí el viento también ha engrosado el imaginario popular. Alberto no me defraudó y cuenta aquella leyenda de un sacristán de la ermita de Constantín que un día de invierno en el collado de las Estacas fue arrastrado por un terrible vendaval. Aunque el autor obvie citarlo, la leyenda está contenida en el libro del siglo XVIII de Fray Roque Alberto Faci, Aragón reyno de Chirsto y dote de María Santíssima, obra de consulta obligatoria para aquellos que quieran conocer la historia de la Virgen de Constantín y de otros santuarios moncainos.
Del artículo, extraigo la referencia de un monje de Veruela que explica como a veces el viento procede de un “promontorio de espesas nubes (…) que forman un capuz sobre su cima”. Esa misma observación se desprende de aquel dicho popular que oí una vez en el Frasno: “boina en el Moncayo, cierzo en la ribera”. Y es que la montaña en los días invernales de fuerte viento del NW se cubre con un casco de nubes, que esconden en sus entrañas una terrible ventisca. Desventurados aquellos que intenten llegar a su cumbre en tales circunstancias. Les contaré que vivirán:
"En Beratón, a casi 1.400 metros de altura, encontrarán un día gélido pero probablemente soleado. Desde allí verán las nubes chocando contra la montaña, pero ascendiendo hacia el collado del Muerto irán protegidos por el robledal y las laderas. En los 1.800 metros del collado estarán en un punto de no retorno, tendrán que tomar una decisión trascendental: despedirse de Apolo, dios del Sol, y someterse a los designios de Eolo.
Conforme asciendan por la interminable ladera que desciende del pico Lobera, su campo de visión se irá reduciendo al tiempo que el viento irá incrementando su fuerza. En ocasiones, alguna racha les hará retroceder, incluso si son tan incautos de permanecer erguidos, desafiantes ante el poder de la naturaleza, esta no dudará en derribarlos. Sin embargo, lo peor estará por llegar. Existe un punto, en torno a los 2.000 metros, donde algo cambia, es un fenómeno inexplicable pero que he sufrido ya en tres ocasiones. A partir de esa altura, en cuestión de minutos, el aliento gélido de la montaña empieza a congelar tu cuerpo, las cejas canean, de la nariz cuelgan estalactitas de hielo, y el viento silva con más fuerza si cabe. Es terrible. En cuestión de minutos has entrado en el infierno, ya no estás bajo la voluntad de Eolo, aquí está Hades, dios del inframundo, dispuesto a castigar a aquellos que desafían a la montaña.
Y es a los 2.200 metros donde les espera una prueba final. La montaña llanea, te aproximas a la cumbre, la tienes a 20 metros pero ¿donde está? Es imposible ver nada. Tu compañero no puede oirte por el viento, tu apenas lo ves cuando se aleja 5 metros de tu lado. Mires donde mires solo ves blanco, el suelo es una llanura nevada interminable y las nubes que te rodean dan una sensación de infinito etéreo, una espacio sin fin donde ningún punto de referencia puede guiar tus pasos. Y el viento que nunca para, presto a derribarte cuando tus fuerzas flaqueen. La desorientación que sufre una persona en estas circunstancias es inimaginable !Es una sensación tan extraña el estar allí en medio de esa nada blanca¡ Solo la brújula te hace mantener la orientación, sino estarías perdido. Llegarás al helado monolito que es la cumbre de la Lobera y no permanecerás ni dos minutos quieto pues el frío será insoportable. Iniciarás el descenso procurando desviarte hacia el Sur, porque el viento, guiado por una mano invisible, te querrá empujar a los profundos circos de la Cara Norte, que se convertirían en nuestra tumba de hielo.
Aun así, descendiendo, el viento habrá borrado las escasas huellas que hayas podido marcar en el duro hielo y te empujará incansable haciéndote caminar de costado y desviándote de tu ruta de subida. ¿Pinos? ¡Qué hacen estos pinos aquí! La montaña ha sido clemente. Te desvió con su vendaval, si, pero no a los cortados de los circos, sino a los pinares del barranco de Valdealonso. !Qué fácil es desorientarse en las ventiscas del Moncayo! Regresarás a Beratón, el sol iluminará el horizonte soriano y girarás la cabeza para ver la montaña, defendida por laderas de nieve que se pierden entre unas nubes negras. Pondrás la radio del coche, mientras dejas el infierno atrás, pero en tu interior todavía oirás el rugido del viento del Moncayo."
Lo dicho, un artículo muy sugerente, del que recomiendo su lectura en la foto que adjunto y que a mi me ha llevado a narrar estas experiencias que he vivido en mis ascensiones invernales al ventoso Moncayo.
Hace 14 horas
Coincidimos plenamente con la valoración del artículo. Desde Rodanas disfrutamos de la lejana vista del Moncayo. http://rodanas.blogspot.com/
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