Este domingo en el programa cine de barrio emitieron la clásica película La ciudad no es para mi (1966). Su visionado me trasladó por un momento al Moncayo. Y no solo porque su protagonista, el añorado Paco Martínez Soria, naciera en sus faldas, en la ciudad de Tarazona, donde hoy día un parque honra su memoria. Sino por el mensaje que transmite la cinta: La exaltación de lo rural en detrimento de lo urbano.
En cuanto historiador, me interesa analizar las películas en su contexto histórico. La película refleja el fenómeno del éxodo rural de los años 60, fruto del Plan de Estabilización económica que permitió una mecanización agraria y un crecimiento industrial, es decir, un excedente de mano de obra agrícola y una demanda de mano de obra industrial que se tradujo en una emigración masiva de los pueblos a las ciudades. En ese contexto, se produjo una demonización de los rural identificándolo con atraso. Es significativo que la Real Academia de la Lengua defina “rural” como sinónimo de inculto y tosco.
Sin embargo, esta visión peyorativa del campo tiene raíces más antiguas. Podríamos retrotraernos al siglo XIX, a la literatura costumbrista que dio lugar al “baturrismo”, donde se recurría al tópico de la testarudez y llaneza del aragonés para narrar una historia humorística o moralizante.
En este film se unen ambos conceptos (éxodo rural y baturrismo) pero reinterpretándolos. Paco Martínez Soria, como buen aragonés, sabe reírse de si mismo logrando, gracias a su mordaz socarronería, cambiar los papeles y que el supuesto “paleto del pueblo” sepa dar muchas lecciones a los urbanitas que reniegan de sus raíces. Detrás de ese acento cerrado, se esconden sabías palabras. Yo tampoco reniego de mi acento, al contrario, lo llevo con orgullo, seña de la tierra que me vio nacer, lo cual no me resta ni un ápice de retórica a la hora de rebatir cualquier argumento.
En este film se unen ambos conceptos (éxodo rural y baturrismo) pero reinterpretándolos. Paco Martínez Soria, como buen aragonés, sabe reírse de si mismo logrando, gracias a su mordaz socarronería, cambiar los papeles y que el supuesto “paleto del pueblo” sepa dar muchas lecciones a los urbanitas que reniegan de sus raíces. Detrás de ese acento cerrado, se esconden sabías palabras. Yo tampoco reniego de mi acento, al contrario, lo llevo con orgullo, seña de la tierra que me vio nacer, lo cual no me resta ni un ápice de retórica a la hora de rebatir cualquier argumento.
La secuencia inicial es magistral: imágenes aéreas de calles atestadas de coches, el ruido del tráfico, los problemas para aparcar, la ausencia de árboles, pasando por la deshumanización de las relaciones sociales, personas anónimas que se cruzan en pasos de cebra, mientras una voz en off nos explica que en la ciudad hay muchos supermercados y bancos, pero de crédito, no para sentarse. La escena final, no desmerece, el regreso al pueblo del protagonista, donde es recibido por una ronda jotera. Lo dicho, esta película me traslada al Moncayo, me transporta al pueblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario